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 El Santo Grial,

 las Claves Simbólicas de la Leyenda

  por Nicolas Martín y Mateo

 

Identificado dentro de la iconografía cristiana con la imagen del cáliz, el Santo Grial es la copa que contiene la sangre de Cristo. Idea doblemente reforzada si tenemos en cuenta que se empleó primero como cáliz en la última cena, pero poco después también como recipiente en el que José de Arimatea recogiera la sangre del Cristo crucificado. Por otra parte, como matriz de la vida, el Grial simboliza el receptáculo donde tiene lugar la transfiguración personal. La tradición relata su venida a Europa, dando lugar en el medioevo a ciclos literario sobre el rey Arturo y la caballería andante, y ubicándolo en el legendario Muntsalvach, asociada a veces con Avalon -transposición mitológica del mismo Glastonbury- y otras con la fortaleza cátara de Montségur, en Languedoc, o bien con Montserrat, en España.

 

 

La tradición judeocristiana, como remanente del legado crístico, se inserta dentro de la cultura esotérica de occidente, completando los componentes helenístico y herméticos que la precedieron.  En paralelo a la iglesia creada por el apóstol Pedro, y definida poco después por Pablo, surge otra derivación, la del grial, con tintes más legendarios e imprecisos. No se constituye como cuerpo de fe de ninguna confesión religiosa, ni se legitima por su veracidad histórica tampoco. Aunque degenera en mitología, su importancia estriba justamente en eso, en la potencia del mito. Su simbolismo nos transporta a otros mundos, o a otros planos de conciencia, despertando nuestros arquetipos colectivos más profundos.

 

Lo Eterno, una vez  despertada la necesidad espiritual, se convierte en la meta de todo Iniciado que se plantea su lugar en el mundo. El Grial simboliza esa aspiración a la plenitud interior, a la autorrealización personal en la unión con lo divino, y su Búsqueda, como biografía del alma misma, ilustra el laberinto de ese tránsito. De esa escapada hacia delante que sobreviene al héroe o iniciado y en la que se ve irremisiblemente envuelto. Este pensamiento surge en un momento en que el ideal caballeresco se emancipa del ascetismo clerical, pero no sin dejar de apropiarse de cierto tipo de misticismo latente.

 

El héroe, lanzado hacia lo desconocido, rompe continuamente con su pasado. Su aventura sin embargo no debe concebirse como una cadena casual de fenómenos extraños, sino como algo vital y reconocible en su experiencia más íntima. Como una prueba diferida en el tiempo, gradual y selectiva, a través de la cual se perfecciona. Es un camino de salvación en definitiva que culmina con su transfiguración personal, pues el héroe está conminado -una vez que ha sido llamado y pese a sus errores- a cumplirla.

 

Esta búsqueda es el tema dominante de gran parte de los relatos medievales sobre la caballería andante. Adopta  sin embargo los elementos básicos de la mitología universal, puesto que lo encontramos como símbolo recurrente en distintos ámbitos culturales. Para los griegos por ejemplo, dentro de los misterios órficos, existía una vasija en la que se cocinaba el alma del mundo, de tal manera que cuando se bebía de ella, el alma se veía arrastrada hacia un nuevo cuerpo. Entre los celtas, el Caldero de la Abundancia reportaba similares propiedades. En su infierno, el Annwn, existía un recipiente en el que los difuntos sumergían la cabeza para recuperar la vida. Como podrá observarse, la idea que subyace es la de paso, la de tránsito.

 

De hecho, en los misterios de Eleusis, nuevamente en Grecia, era incorporado como una fase del proceso de iniciación. El recipiente contenía la bebida sagrada y, al tomarla, se entraba en trance, es decir, el neófito pasaba a otro mundo. Desde un plano de existencia en que el alma se encontraba separada de su esencia, hacia otra esfera superior -considerada entonces edénica- en la que encontraba su plenitud. Comportaba así la búsqueda del conocimiento y de la verdad, pero también y especialmente en un contexto cristiano, la búsqueda del Paraíso.

 

Al margen de sus antecedentes, sus influencias son múltiples. En el simbolismo del grial podemos encontrar fácilmente restos de otras tradiciones. Un marcado acento que proviene de la mitología celta, ligado especialmente al ciclo artúrico, salta a primera vista, pero también muestra elementos alquímicos y árabes o, mejor dicho, sufíes entre otros. Identificado dentro de la iconografía cristiana con la imagen del cáliz, el Santo Grial es la copa que contiene la sangre de Cristo. Idea doblemente reforzada si tenemos en cuenta que sirvió primero como cáliz de la última cena, pero poco después también como recipiente en el que José de Arimatea recogiera la sangre del Cristo crucificado.

 

 

La plasmación del Mito

 

Así lo contempla el texto, redactado a finales del siglo XII, que refiere por primera vez los hechos. En la inacabada obra de Chrétien de Troyes, El Cuento del Grial, aparecen los elementos propios de lo que hemos calificado ya como mitología cristiana. En el episodio que describe el cortejo del grial, Perceval,  recibido en el castillo del Rey Pescador, es el primero de los caballeros que contempla este singular y misterioso ritual.

 

Precedida por unos pajes que portaban una lanza y dos candelabros encendidos y seguida por otra joven dama con una bandeja de plata, aparece una hermosa doncella que sostenía el grial de oro entre sus manos. Con él se ilumina completamente la estancia. En posteriores versiones, junto a la joven doncella, aparecerá también la presencia de un enfermo y anciano Rey, como fiel reflejo del estado desolador en que se encuentra su reino. La escena es muy simple y breve, pero se convierte en el núcleo de toda la peregrinación iluminística.

 

El protagonismo que cobra aquí la mujer tiene mucho que ver con la preponderancia que le otorga la mitología septentrional. En la cultura celta, sus apariciones en el bosque, especialmente entre pozos y lagunas, evocan al caballero la memoria de un paraíso perdido. A veces como seres elementales,  ya se trate de ninfas, hadas... o bien como divinidades femeninas, representan la voz de la Tierra. El mito de la Caída y de la pérdida del paraíso se insinúa entre sus susurros y presencias. Son el alma de la tierra y de alguna manera están invocando al monarca la consagración del reino cuando legitima su comunión con ellas.

 

En la literatura caballeresca, el amor de la mujer estimula e inspira el valor del héroe, impulsándole en su evolución personal. Como primera plasmación del amor universal, el caballero se verá envuelto en una deriva sentimental. Entre la seducción amorosa de la mujer, por un lado, y la gloria y la inspiración divina por otro. Pero lo más interesante aquí es poner de manifiesto que la feminidad representa el lado emocional y la vía del conocimiento directo e intuitivo. La dama del cortejo que hemos referido estaría en esta línea interpretativa.

 

Pese a todo, en un contexto cristiano como el que se desarrolla en occidente, lo femenino sigue teniendo un papel inusual. Relegada del misterio de la misa, en la Iglesia por ejemplo, la mujer no desempeña una función significativa. Bien es cierto que en este caso puede tomarse como una representación angelical o incluso asociarse con el culto mariano, cobrando así cierto protagonismo, pero para ello tenemos que recurrir a fuentes más bien heterodoxas. El auténtico misterio de la Virgen María no se encuentra entonces en su virginidad propiamente dicha, sino en su gestación y en su parto simbólicos. De  alguna manera, debemos obrar con la misma pureza que ella para que en nuestros corazones nazca el Cristo.

 

Es decir, tanto ella como nosotros mismos tomando su ejemplo, e indisolublemente ligado al significado último del Grial, somos el receptáculo creador y dador de vida. Como matriz de la vida, invirtiendo los términos y arrastrando esa asociación femenina, el Grial es el receptáculo donde tiene lugar el ciclo constante de la muerte y del renacimiento, es el lugar de la transfiguración personal. Después de todo, tampoco tenemos por que irnos tan lejos. Esa preeminencia femenina la encontramos ya en los mismos Evangelios. No podemos dejar pasar por alto que, tras su resurrección, los primeros discípulos a quienes se mostró Jesucristo fueron precisamente femeninos.

 

Esto hace que tales elementos, la influencia céltica por un lado y el cristianismo de cuño esotérico por otro,  estén presentes e influyan el pasaje que acabamos de esbozar. La joven dama, en tanto que portadora del Grial, posee y muestra generosamente los misterios. Dentro de nuestra estructura psicológica o mental, o tomando un plano alegórico si se prefiere, la imagen resulta perfectamente identificable. La dama, como también lo hará el Rey Pescador, representa el conocimiento luciferino -de luz caída- de nuestra conciencia.

Perceval, el primero de los caballeros que asiste al misterio, permanece absorto en la representación  pero manteniendo una actitud más bien abúlica. Quizás por timidez, quizás por educación o por  modales mal entendidos no pregunta a su anfitrión, el Rey Pescador. Como si no mostrase interés por penetrar en el misterio, muestra un acomodamiento a  la situación que le pierde. Cuando la revelación sobreviene exige la máxima transparencia en la respuesta, pues de lo contrario nos abandona. No entiende de protocolos, ni de códigos sociales, en los que probablemente se encuentra  sumido... 

 

Al faltarle el ímpetu necesario para preguntar al Rey Pescador por el sentido del ritual, deja pasar la oportunidad. Tanta prudencia, ante una situación como ésta, supone más bien una tibieza de espíritu inexcusable. De haberlo hecho, la escena, de mero drama ritualístico, se hubiera convertido en un pasaje iluminístico. La toma de consciencia le hubiera resuelto la búsqueda al darle sentido al momento. De realizar la pregunta que la curiosidad le estuvo suscitando, el Rey hubiera sanado y, con él, su Reino.

 

El Rey Pescador es el guardián del Grial. Se le llama así porque su predecesor, Bron, alimentó a sus  seguidores con un solo pescado que sacó del Grial, emulando el milagro de Cristo. El mismo  Jesús llamaba a sus apóstoles pescadores de hombres, y es costumbre representarlo como pez -en tanto que avatar de la entonces nueva era de Piscis por otra parte, si nos atenemos al cristianismo primitivo- o bien como pescador, si lo que pretendemos es destacar, y jugar metafóricamente, con la extracción social y profesional de parte de su discipulado.

 

La asociación por lo tanto es evidente, pero llegado este momento es necesario matizar.  La figura del monarca está desdoblada, pues junto al Rey Pescador, que ejerce de anfitrión de Perceval, hay otro, en este caso El Rey Herido, que aparece junto a la doncella en el cortejo del grial. Indudablemente se trata del mismo personaje, producto del proceso analítico que el mito quiere mostrar, siendo sobre este último sobre el que  recae la culpa de nuestra desolación. El Rey, habiendo sufrido una herida incurable, se mantiene en estado de latencia y la tierra que rodea su castillo, reforzando alegóricamente su sentido, queda yerma... estéril.

 

Se pone de manifiesto aquí la influencia céltica, una constante que liga la búsqueda del grial con la soberanía del poder. Puede hablarse, sin duda, de una relación causal entre el bienestar y la salud del rey y la fertilidad de su reino. Para los celtas, un rey tullido es un rey incapacitado para gobernar. Su impotencia, su lesión, sería la causa indisoluble de la esterilidad de la tierra o de su reino. La herida adivina así nuevamente a la de Cristo, que le fuera infligida por la lanza de Longinos, el soldado romano que le atravesara el costado. Su sentido sin embargo difiere. La enfermedad del Rey viene dada aquí de alguna manera por algún tipo de quebranto, por la pérdida de fe o por el olvido de algún tipo de alianza.

 

En definitiva, uno y otro no hacen más que representar los dos aspectos de nuestra naturaleza. El Rey Pescador al igual que la doncella del grial, en tanto que detentadores de los misterios, no son sino un doble de nuestra conciencia y sabiduría interior, mientras que el Rey Tullido representa ese otro aspecto primitivo producto del olvido de nuestra naturaleza divina.

 

Los elementos ya están presentes en el cortejo, la lanza, la copa y poco después, en versiones posteriores como la Segunda Continuación y la de Manessier (no olvidemos que la obra de Chrétien queda inacabada), aparecerá también la espada rota portada por un varón. La lanza, la espada... pese a todo, resultan extraños para la iconografía cristiana. Aunque se les suele equiparar con la lanza de Longinos y con la espada que decapitara a Juan El Bautista, la comparación resulta demasiado forzada.

 

Se interpretan mejor en relación con el contexto histórico en que se desarrolla la narración, como parte del instrumental bélico del caballero. La lanza representa entonces la intuición y la clarividencia, pues con ella, lanzada de forma certera, se alcanza el centro de las cosas. La espada por su parte supone el gesto, la fortaleza de voluntad y de poder, con la que se rasga el velo de la ignorancia. Pero, pese a todo, estos  símbolos mantienen aquí un sentido muy negativo, pues la lanza produce la tara del Rey, incapacitándolo, mientras que la espada partida pone de manifiesto la pérdida de su soberanía. Solo se regenerarán como símbolos místicos una vez que, asociados al Grial, éste obre sus efectos. Robert de Borron será quién en este sentido realice la transformación del mito. Si en este momento, el objetivo de la búsqueda estaba centrado en devolver la salud al Rey Herido y recuperar la Tierra Desolada, De Borron desvió la atención para situarla ahora en la figura de Cristo.

 

 

 La Cristianización de la Leyenda

 

Con Robert de Borron se perfila definitivamente la historia. Deja de ser ese  concepto confuso e incierto, surgido de la amalgama ecléctica que domina el medievo, para adquirir un significado puramente cristiano. Su obra José de Arimatea, aparecida hacia 1190, e inspirada según todos los indicios en El Evangelio apócrifo de Nicodemo y en las Actas de Pilato, salva el lapsus histórico de la leyenda enlazando el tema con las Escrituras. Con ella se aporta el legado que recrea los antecedentes del mito y lo vincula con la tradición cristiana.

 

Tras la muerte de Jesús, José de Arimatea, uno de sus discípulos que podemos calificar de secreto, pues no aparece referido en los Evangelios sino hasta este momento, solicita el permiso de Pilatos para recuperar el cuerpo crucificado de Jesús y darle sepultura. Momento éste en el que se le entrega el cáliz de la Ultima Cena y del que se servirá para recoger la sangre que emana de sus heridas. Pero con la desaparición del cuerpo, se le acusa de haberlo robado. Encerrado en prisión, se le aparece entonces Cristo quien le confía el cáliz y le instruye en el misterio de la eucaristía. Por lo demás, es gracias a éste sacramento que José se mantendrá con vida durante su estancia en la misma. Una paloma entrará en su celda y le depositará cada día una hostia en el cáliz.

 

Con motivo de la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70, José es sacado de la cárcel por los emperadores Tito y Vespasiano. Este último, convertido a la nueva fe, le proporciona un barco con el que marchará al exilio acompañado por miembros de la incipiente comunidad cristiana. Entre ellos figura su hermana Enygeus y el marido de ésta, Bron.

 

Se constituye de esta manera la Primera Mesa del Grial, en representación de la Mesa de la Ultima Cena. A ella se sientan doce personas, si bien con una peculiaridad. Hay un decimotercer asiento, el denominado Sitio Peligroso, que permanece siempre vacío. Es el lugar reservado, por una parte, para los Iniciados, pues solo puede ser ocupado por José y, más tarde, por el hijo de Bron, siguiendo cierta línea de sucesión dinástica.... Viene a representar el lugar de Jesucristo, pero también puede tomarse como el asiento de Judas, con efectos perversos en este caso, de ahí su ambivalencia. Aquellos que lo ocupan sin estar a la altura de su dignidad perecen, acaban siendo engullidos por la tierra. El Sitio Peligroso puede tomarse así como una bendición o como una maldición, en definitiva como una prueba. Símbolo dual y ambivalente, pues permite descubrirnos al traidor o al valedor de la palabra de Dios.

 

Llegado este momento, la leyenda se difumina... Según algunas versiones, José se embarca para Gran Bretaña, fundando la primera iglesia cristiana en Glastonbury. En una lectura paralela, sería Bron quien, llegando al continente, se establecería en Avalon (el Más Allá de la mitología celta). Pese a todo, Avalon tiende a identificarse, en una transposición mitológica, con el mismo Glastonbury. En otros casos, se habla de Muntsalvach (asociada a  la fortaleza cátara de Montségur, en Languedoc, o con Montserrat, en España) e incluso de Sarras, tomada ésta a veces como una corrupción lingüística de la primera o bien, con entidad propia, como la ciudad celestial de oriente, donde según otras versiones se fundaría la Orden de los Caballeros del Grial.

Entramos ya en una nueva fase de la leyenda, la forjada alrededor de la Segunda Mesa del Grial. Es el período al que pertenece el relato de Chrétien de Troyes y que ya hemos referido al principio. Al custodio del Grial se le denomina el Rey Pescador  y a la región que rodea al castillo, la Tierra Desolada.

 

El entramado de la Búsqueda 

 

El tercer momento, en la evolución del mito, lo encontramos en los tiempos de la caballería andante. La Tercera Mesa,  también denominada Tabla Redonda, es característica del ciclo artúrico. Fundada por Merlín -el mago consejero de la corte-, reúne en torno suya una Orden de caballeros.

 

La Muerte de Arturo de sir Thomas Malory, editada hacia el 1485 por Willian Caxton, con la que se cierra el ciclo artúrico y por ende del grial, sintetiza  toda la literatura habida al respecto hasta entonces. La leyenda sobre el grial viene recogida entre sus libros XIII a XVII, sin embargo no aporta nada significativo. Dos obras de interés le preceden: Parzival, de Wolfram von Eschenbach, en 1207, que introduce elementos orientales, especialmente incorpora al Preste Juan como último guardián del grial, y Perlesvaus, también conocido como El Alto Libro del Grial, que fuera publicado anónimamente hacia 1225. Pero nos interesa especialmente la recopilación conocida como La Búsqueda del Santo Grial, también anónima, terminada hacia 1210 por los monjes cistercienses. Perteneciente al denominado Ciclo de la Vulgata, nos traduce alegóricamente la leyenda del grial, recreándola ya como un símbolo netamente cristiano.

 

Todo comienza un día de Pentecostés en Camelot, la corte del rey Arturo. Pentecostés es una fecha muy socorrida, en las leyendas artúricas, para el emplazamiento de sucesos fantásticos. Dentro de la tradición judeocristiana, conmemora la ley mosaica o la venida del espíritu santo, celebrándose cincuenta días después de la Pascua, con la que judíos y cristianos rememoran respectivamente la salida de Egipto o la Resurrección de Cristo. Suponía el final de un ciclo y aquí, en una transposición alegórica, tiene un sentido parecido. Se había conseguido la paz y la unidad de todos los reinos, pero con el tiempo sus caballeros, nacidos para la acción e inspirados por los más nobles sentimientos, empezaban a perderse en los ociosos hábitos de una vida cortesana.

 

Es decir, los grandes ideales por sí mismos no bastaban para transformar el mundo si no se hacían acompañar de un cambio interior más profundo. Era necesario por tanto la transformación del hombre mismo. De esta manera, se plantea un giro en las consideraciones transformativas, tanto al nivel de lo individual como de lo social: lo ideológico se ve sustituido por lo gnoseológico o iluminístico. No olvidemos que la visión del Santo Grial se va a equiparar, en este relato, a la gracia del Espíritu Santo. La fraternidad en ideales de la Tabla Redonda cede paso así a la fraternidad de los Caballeros del Grial, entendida ésta como vía mística.

 

Unos se pierden en el laberinto de la vida, otros tan solo se aproximan, pero en todo caso todos están volcados sobre la nueva consigna de los tiempos, la Búsqueda del Grial. Lanzarote, por ejemplo, está a punto de conseguirlo, pero es cegado por su adulterio con Ginebra, la esposa de Arturo. En su amor cortés, se idealiza a la mujer como medio para alcanzar la perfección espiritual, pero no deja de ser un afecto distinto al de la caballería, propio de los trovadores, juglares y poetas de la época. El caballero de la Búsqueda se plantea de alguna manera otro tipo de sabiduría al que, en el marco de una experiencia espiritual, aflora un estado de gracia especial. Gauvain, por otra parte, llega también hasta el Castillo, pero fracasa en este caso por su altivez y su apego al mundo. Tan sólo tres de entre todos ellos consiguen encontrar el Grial: Boores, en tanto que representación fiel del hombre humilde, Perceval, el más ingenuo de todos, y Galahad, en tanto que ideal del caballero noble por excelencia.

 

Perceval, después de su primer fracaso y tras vagar durante años, encuentra de nuevo el camino al Castillo del Rey Pescador, a quien consigue finalmente curar tras plantearle la pregunta del ritual: ¿A quién sirve el Cáliz?. La respuesta revelada, Al Rey mismo, pone de manifiesto su sentido. El Rey, curado por el cáliz, replica sus efectos a la Tierra Desolada haciéndola florecer. Galahad, Perceval y Boores continúan sin embargo su viaje hasta la ciudad ideal de Sarras, coronando la Búsqueda. Allí participan en una misa en la que se les manifiesta Cristo, primero como celebrante de la misma, luego como un niño resplandeciente y, por último, en la Hostia, como un crucificado. El misterio y, por ende, la búsqueda ha concluido. Galahad, el único al que se le permite contemplar el Grial, es elevado en éxtasis místico. Perceval, por su parte, vuelve al Castillo del Rey Pescador para ocupar su puesto como guardián del Grial,  y Boores regresará a Camelot con el relato de los hechos.

 

El Grial en nuestra época

 

El Dios del monoteísmo cristiano ya no pide el sacrificio del cordero místico, sino el de la misma personalidad o, dicho de otro modo, la atenuación del ego en su aspecto más disociativo. Hay por tanto una progresión en cuanto al sacrificio ritualístico, de la que el Grial es símbolo cumbre de la transfiguración. Inicialmente, Abel y Caín, antes bien el primero, ofrecían en sacrificio lo mejor de su patrimonio o de su medio de vida, en este caso, lo mejor de su cosecha y ganadería. En esta línea interpretativa estaría también el cordero de la pascua judía. A Abraham, sin embargo, se le pidió lo más valioso de su vida, incidiendo en aquellos aspectos que podían desequilibrarle emocional o psicológicamente, afectando a su propia felicidad, en definitiva a su hijo. A Cristo se le pidió su vida misma.

 

Hoy por hoy al hombre se le pide una muerte mística, la reconversión de su ego a fin de que renazca en él un ser nuevo. Se tiende así hacia una progresión introspectiva que incide especialmente sobre los apegos. Desde lo más material y expúreo en principio, su patrimonio, pasando después sobre lo emocional y la vida psíquica, los afectos, para acabar con lo egóico, en su aspecto más disociativo como decíamos, que nuclea el comportamiento de nuestra personalidad. El Grial ostenta ahora esa mutación sutil, que permite la transformación de la muerte en resurrección mística. Como símbolo de la pasión de Cristo, abarca todo el sacrificio humano que debe soportarse -o superarse- para alcanzar la perfección.

 

La búsqueda del Grial es un viaje hacia la iluminación. Simboliza el anhelo de perfección espiritual que nos transporta del estado de ignorancia natural hasta un estado de gracia y de purificación. El héroe, en la búsqueda de su Creador, intenta traer el Cielo a la Tierra, integrando las ideas cristianas de redención y salvación a través de las alquímicas de renacimiento y transformación del individuo. Nada hay de anacrónico o desfasado en ello. La Sociedad Actual, estructurada piramidalmente, por una parte, propicia un sistema de poder en todas sus partes fuertemente coactivo, competitivo  y disociador que difícilmente puede favorecer ideales unitivos tales como el amor o la fraternidad.

 

El Hombre Contemporáneo, por otro lado, sumido en su razón histórica, presenta los mismos síntomas de desolación que tuviera en su momento el caballero andante. Su pensamiento deriva hacia la fragmentación (hacia un hombre cada vez más desarraigado de su entorno y de su creador, en una palabra, de sí mismo) y hacia un vacío desolador. El hombre, tras la muerte de dios, se concibe libre de ataduras u obligaciones que pudieran coartar sus instintos más primarios, pero irremediablemente le sobreviene la pregunta: ¿libre para qué? Se abre entonces un vacío existencial que, como si de un abismo sin fondo se tratase, le produce vértigo o, fisiológicamente hablando, verdaderos síntomas de mareo y náuseas.

 

La expresión no es gratuita, pues tales conceptos están a la base de las dos líneas de pensamiento negativo -si dejamos al margen el vitalismo o el personalismo- que dominan actualmente el panorama intelectual de nuestros días, el pensamiento débil y el existencialismo. Resulta extraño que conceptos tan desalentadores como estos tengan tanta atracción. Pudiéndose únicamente explicar dentro del marco de una cultura enajenante, cada vez más frívola, que estimula cierto tipo de cinismo elegante y esteticista.

Esta es la situación del páramo, de la Tierra Desolada para mantener la expresión equivalente, que tenemos que empezar a cambiar. Tampoco olvidemos que en ella, de igual manera a como el detritus nutre la nueva semilla, se encuentran los elementos para su transformación. Esta visión comporta una concepción de un  mundo inacabado. La Creación, como un proceso evolutivo y diferido en el tiempo, y del que -lo más importante- le corresponde al hombre concluir. Después de todo, como nos diría Schelling, el Hombre no es más que el estadio en la evolución de la propia Naturaleza, en el que ésta toma consciencia de sí misma.

 

Es la Conciencia manifestada a través del hombre la que puede cambiar el mundo y, por ende, concluir la Creación. La tarea del héroe de nuestros días no difiere por tanto de la de sus predecesores. La transformación del Grial surte los mismos efectos. La enfermedad del espíritu manifiesta los mismos síntomas y su curación presupone los mismos esfuerzos. No hay otra solución que no pase por la recuperación de la fe perdida. Acostumbrándonos a confiar en nuestra voz interior y obrando en su acuerdo, para que de esta manera se orienten nuestros pasos.

 

Fuente:

 

www.espinoso.org/biblioteca/busqueda.grial.htm

 

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